El trasfondo de la solidaridad

El término solidaridad hace referencia a un concepto muy amplio, susceptible de ser aplicado en diversos ámbitos de la vida y de la lucha anarquista (lo cual debería ser lo mismo pero no siempre lo es) y con diversas interpretaciones. Por acotar un poco el análisis, vamos a referirnos aquí a la solidaridad ante situaciones de represión, dentro del contexto del reino de España, y a tratar de contemplar diversas acepciones del término y cómo se ponen en práctica en dicho marco geográfico y político.

Una definición de solidaridad, de entre las posibles, es la que emplearon en su momento (recogida a su vez de la tradición ilegalista y anti-organizadora anarquista) l@s miembros del MIL en la península ibérica en los años 70, entendiéndola como la profundización y extensión de las luchas de l@s represaliad@s, y ciñendo solidaridad a lucha. Para este grupo cuando una serie de compañer@s (o un/a sólo) eran reprimid@s, la labor de quienes quisieran solidarizarse con él/ella/ell@s habría de ser retomar su lucha (independientemente de los métodos pero siempre mediante la acción directa, claro está), llenar el vacío dejado por las detenciones y/o encarcelamientos, y proseguirla, atacando al mismo enemigo, en la misma materialización concreta, pues como el propio grupo decía “la sociedad ya nos proveerá de asistentes sociales y curas, los revolucionarios deben ocuparse de otras cosas”. Claro está que el caso del MIL puede considerarse un caso extremo, por la envergadura de su actividad y por las condenas que recibieron.

Lo interesante de este planteamiento del MIL es que busca continuar el combate contra la autoridad exactamente donde se dejó cuando sucede la represión, y para eso hay que ponerlo sobre el tapete. La misión de las personas solidarias sería, pues, explicarlo (en el caso de que fuera necesario), justificarlo, reproducirlo, etc. Tomada esta acepción, que puede ser criticada, ampliada, revisada o reformulada, cabe preguntarse cuál ha sido y está siendo por regla general la acepción de solidaridad, y en particular de la solidaridad anarquista, que se está utilizando y se ha utilizado de manera más general y más extendida en el reino de España.

Vemos que en los casos más usuales de aplicar dicha solidaridad en prácticamente toda, o al menos en la mayor parte de, la península ibérica, las formas de entender ésta difieren bastante de la de la planteada por el MIL. Es descorazonador observar cómo en la mayoría de las ocasiones la solidaridad anarquista se reduce a tratar de limpiar el nombre de l@s represaliad@s (supuestamente manchado por el estado, en su intención de frenar su lucha) y a las imprescindibles tareas de asistencia a detenid@s y encarcelad@s, pero poco más.

Se suele fraccionar la solidaridad en los distintos casos represivos (causas penales, es decir, judiciales, establecidas por el estado), con la seguidilla de explicaciones (independientemente del formato que estas adquieran) en la que abundan los detalles de cómo fue la detención, el caso particular de cada persona encausada (que por supuesto en muchas ocasiones se prestará a explicar, oralmente o por escrito, su experiencia personal, cuya difusión es indudablemente necesaria), la pertinencia o no de dicha detención, los motivos por las cuales las acusaciones son falsas, o infundadas o exageradas, sin olvidar la inconsistencia de los fundamentos jurídicos que las sostienen. En muchas menos ocasiones se explicará por qué el Estado trata de parar o reprimir esa lucha, qué cosas había conseguido, en qué había incomodado al sistema, cómo se había venido desarrollando y en la necesidad de que esa lucha particular se extienda al máximo posible. Por supuesto, cuanto más “genérica” y “política” es una operación antisistema, o más bien las acusaciones en las que se basa, menos fácilmente habrá una explicación exhaustiva del por qué de la represión, de qué hechos le sirven de excusa, de qué exactamente es lo que quieren frenar. Este tipo de análisis son más fáciles en luchas específicas, intermedias o parciales (que sin ser lo mismo, muchas veces pueden llegar a coincidir) cuando se quiere reprimir un hecho particular y específico, como por ejemplo una agresión a un/a fascista o a un/a policía. Aun así, aunque haya un hecho específico a reprimir, la solidaridad muchas veces (afortunadamente no siempre) suele quedar restringida a limpiar o dulcificar el nombre de quien es acusad@, o lo que le acusaron de hacer.

Son frecuentes determinado tipo de expresiones cuando la solidaridad se materializa, generalmente bajo el formato “campaña” que, en el mejor de los casos, trata de “unir los distintos casos – valga la redundancia – represivos” para “visibilizarlos” y que tengan así “más fuerza”, no desechando, sino más bien al contrario, en la mayoría de las ocasiones, las “alianzas”. Claro, cuando nos metemos en el espinoso terreno de las “alianzas” es cuando generalmente hay que ir modificando el contenido de lo que queremos trasmitir y de la justificación política de la lucha de l@s detenid@s para que pueda caber en un enfoque que satisfaga a todas las partes solidarias (y muchas veces a todas las partes directamente represaliadas). Así son comunes las campañas específicas y muchas veces incluso “personalizadas” con lemas tales como “ser (antifascista/joven/feminista/anarquista/sindicalista/antiespecista/comunista/independentista/trans/parado/skater/graffitero/etc… apelativo intercambiable) no es delito”, o en otras situaciones, “terrorista es el estado” (con sus diversas variantes). Se puede apreciar en estos ejemplos (elegidos por ser los más usuales, se podrían haber elegido otros) un claro intento, consciente o no, de interpelar a la opinión pública o quizás a la “gente común” para comunicarle que las personas detenidas o encarceladas no son ese demonio que dice el estado que son, porque al parecer, ser delincuente o terrorista (aparte del problemón judicial en el que un/a se puede meter si asume para sí esas categorías) es algo moralmente inaceptable y podría “restar apoyos” a la campaña si se emplean dichos apelativos. Hay un gran temor a la “criminalización”, palabra fetiche que sale en casi todos los comunicados y campañas solidarias anti-represivas habidas y por haber.

En este punto, totalmente consabido, es donde hemos de detenernos un momento para analizar el concepto de solidaridad que se está empleando por estos parajes ibéricos y convertir esta reflexión en una verdadera reflexión y no en una mera explicación más o menos tendenciosa.

Centrándonos exclusivamente en el ambiente anarquista o anárquico nos surgen unas reflexiones que queremos compartir (aunque compartir sea de comunistas) en formato pregunta. Además este formato pone de relieve que no tenemos las respuestas a lo preguntado (al menos no todas), con lo que la intención no es sentar cátedra sino alentar el debate; muchas de las expresiones de la solidaridad que aquí se analizan de forma crítica han sido llevadas adelante en el pasado con mejor o peor tino por l@s autores de este documento: nadie hay libre de pecado, dijo el flacucho ese judío de pelo largo y barbas hace dos mil y pico años (si es que no es mentira todo).

En primer lugar, ¿por qué se utiliza la palabra criminalizar? Criminalizar significa (según la RAE) “atribuir un carácter criminal a alguien o a algo”; lo que nos remite a crimen, que, además de significar “acción reprobable” (2ª acepción del DRAE), significa “delito grave”. Esto a su vez nos remite a la palabra delito, que además de significar también “acción reprobable” (aquí como en crimen, se pone de manifiesto el carácter moralizante del término, y ya que estamos del lenguaje, para equiparar legislación a ética o moral) en su 2ª acepción, significa también “quebranto de la ley”. Por lo tanto un crimen es un delito grave, y un delito grave es un quebranto grave de ley. Siguiendo el razonamiento, si como anarquistas queremos la destrucción del Estado y del capitalismo y, ya puestos, de toda forma de poder, lo cual es ilegal según el ordenamiento jurídico español (y de todas partes del mundo), vemos que intentar destruir el estado es un delito grave y por lo tanto un crimen, luego somos criminales o nos gustaría serlo, luego atribuir al anarquismo un carácter criminal es obvio, por lo tanto, ¿qué problema hay con que nos criminalicen si somos criminales, o al menos nos gustaría serlo? Si lo que estamos haciendo es re significar el término, o referirnos a su connotación moral, al menos podríamos comunicarlo; de todas formas ¿no es la moral una forma de apuntalar el orden establecido y viene determinada por él? ¿no debería ser también destruida como parte del poder? Entonces ¿por qué tanta preocupación?

En segundo lugar, se suele utilizar mucho, como ya hemos mencionado, el slogan “[…] no es delito”. Bien, si lo es, qué problema hay, ¿no hemos de convenir que somos delincuentes y además, criminales? De hecho, cuando se trata de justificar un acto punible del que se pueda acusar a un/a anarquista, muchas veces empleando estas fórmulas caemos en contradicciones y falsedades. Cuando se dice por ejemplo “ser antifascista no es delito”, ciertamente, ser antifascista no lo es, siempre y cuando la actividad se realice dentro de la ley, el delito estribaría en, por ejemplo, zurrarle a un/a nazi; eso sí es delito. Muchas veces se afirma que tal acto o tal otro, sometido a proceso judicial, fue un “acto de autodefensa”; pudiera ser verdad pero ¿qué problema hay si no fuera un acto defensivo sino de agresión, de ataque? ¿acaso el estado va a caer con actos de autodefensa? Si la autodefensa viene motivada por la misma existencia del fascismo o del estado ¿acaso no es lógico pensar que, como de hecho sucede, queremos su destrucción y que por lo tanto nos defendemos atacando?. En lugar de justificar el hecho de que el poder es nocivo, de animar a la lucha, tratamos de utilizar el lenguaje judicial, enunciando nosotr@s lo que es delito y lo que no lo es, como si nos tuviera que importar un pimiento. Lo lógico es que cuando hagamos las cosas tengamos en cuenta lo que es delito y lo que no para saber las posibles consecuencias a las que nos enfrentamos, pero obrar en función de si lo que hacemos es útil, o ético bajo nuestra óptica, no bajo la óptica del Estado. Muchas veces este tipo de campañas se suele complementar o suelen ir dentro de una campaña en la que se suele pedir la aboslución de l@s encausad@s; eso es tres cuartas partes de lo mismo, ¿vamos a meternos en el terreno judicial para decidir quién es inocente o culpable, quién cometió y quién no, quién merece castigo y punición y quién clemencia o absolución? Eso lo hacen los jueces. Si queremos meternos en esas lides, más valdría estudiar derecho y opositar a juez, al menos nuestras decisiones tendrían un efecto real sobre l@s re@s y además cobraríamos un suculento sueldo de lacay@s del sistema.

En tercer y último lugar, muchas veces, demasiadas, entramos en la fórmula “terrorista es el estado”, generalmente, como es obvio, cuando el ámbito anarquista sufre una operación antiterrorista. Al hacer esto estamos asumiendo el término terrorismo, pero para aplicárselo al sistema. Es decir que concordamos con esa etiqueta de terrorista, construida legal, lingüística, cultural y moralmente por el poder pero la rechazamos para nosotr@s y se la aplicamos a él. Terrorismo es una palabra que tiene una enorme cantidad de acepciones en función de la época histórica y del proceso de lucha contra el estado y/o el capitalismo en el que nos encontremos. Si terrorismo significa en una de sus acepciones del DRAE (suele ser la 1ª o la 2ª, dependiendo de la edición) “dominar mediante el terror”, habremos de convenir en que no somos terroristas, pero de igual manera que no somos jefes, pues no queremos que exista la dominación; pero “terrorismo” tiene cuatro acepciones más, sin contar su definición en el código penal. Algunas de esas acepciones pudieran tener que ver con nuestra lucha y sus efectos como por ejemplo “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir el terror en la población o una parte de ella”, lo cual suena a una versión más enrevesada y desarrollada de las típicas campañas con eslóganes como “que el miedo cambie de bando”, etc. Otras definiciones aluden a la “actividad criminal de bandas organizadas que buscan crear alarma social con fines políticos”. Sobre organización o no el debate en el seno anarquista es muy amplio y largo, y alarma social es un término demasiado ambiguo que pudiera coincidir con algunos planteamientos anarquistas. Sin mencionar que el término terrorista fue muchas veces reivindicado con orgullo para sí por much@s anarquistas en el pasado (sin ir más lejos y en el reino español, García Oliver en el aniversario de la muerte de Durruti, donde define al grupo anarquista Los solidarios, compuesto por él mismo, Durruti, Ascaso, Jover, etc, como “los mejores terroristas de la clase trabajadora”). A día de hoy no es posible en el reino de España considerar la actividad anarquista como terrorista ateniéndonos a las definiciones jurídicas, por otro lado siempre cambiantes, ni a las sentencias judiciales hasta la fecha emitidas en democracia. La “organización” anarquista no es tal a ojos del estado pues para él organizarse implica jerarquía (y, probablemente, con toda la razón del mundo, aunque ese es tema de otro debate), y les recordamos desde estas líneas a l@s imbéciles del CNP que “anarquista” significa “movimiento contrario a las jefaturas” y viene de “anarquía” que significa “sin jefe”. Además un hecho violento no ha de implicar necesariamente terrorismo.

No obstante ese no es el tema de debate, da igual si lo anarquista entra o no en esa definición jurídica o lingüística, lo importante es que es una categoría construida y es absurdo aceptarla o rechazarla. Hemos de funcionar con base en nuestras propias categorías, no con las del sistema. Al decir “terrorista es el estado” la estamos aceptando, sólo que para aplicársela al estado. Terrorismo se ha convertido en la nueva y mágica palabra demoniaca que nadie quiere para sí y todo el mundo se la aplica a l@s demás. De hecho en el último código penal ni siquiera hace referencia ya a la violencia pues un acto terrorista es todo aquel que “de manera reiterada busque subvertir el orden constitucional y/o alterar gravemente el orden público”. Últimamente, incluso, lo que se viene enjuiciando es la intención (como por ejemplo en el caso de l@s jóvenes de Altsasu encarcelad@s por una pelea con unos guardias civiles en dicha localidad Navarra y que se enfrentan a penas de 50 años por cabeza), lo cual pone de manifiesto las contradicciones que sobre el tema existen dentro del propio poder y de la propia judicatura (el nada revolucionario ex juez Baltasar Garzón, hoy jurista, protestaba contra dicha medida a l@s jóvenes navarr@s ya mencionad@s desde las páginas del poco sospechoso de subversión diario El País).

Precisamente esta categoría legal se ha creado ampliando la definición porque es un instrumento para frenar la lucha contra el sistema, aunque no se haya visto reflejada aun en condenas y sea susceptible de ser modificada. Esto denota que el término se convierte en el delito comodín, por la histórica repulsión que suele llevar aparejada la palabra, para atizar mejor a la subversión. Qué sentido tiene aceptarlo o no, máxime cuando al decir que “terrorista es el estado” estamos asumiendo esa definición (que además viene representada en el imaginario colectivo de forma muy particular) pero para aplicársela a otro. ¿acaso queremos decir que no somos asesin@s indiscriminad@s de masas? Porque ese es el ideal que suele llevar aparejado el término. Y ¿a quién le queremos decir eso? ¿a la gente? La gente ya lo sabe. Ese tipo de propaganda, ese tipo de expresión de la solidaridad nos remite a un deje que, con bastante seguridad, sea producto del miedo: querer limpiar el nombre del anarquismo y de l@s detenid@s o encarcelad@s ante la opinión pública. Aun queremos caer simpátic@s a una algo abstracto que es a quien dirigimos las campañas.

Las campañas además son la base de nuestro funcionamiento. Muchas veces sustituyen a las tareas continuas que debemos hacer por un incremento de la propaganda y las movilizaciones/acciones durante un periodo de tiempo donde, con un principio y un final bien marcados (generalmente las detenciones y la sentencia final, muchas veces la campaña se acaba mucho antes), realizamos una serie de actos, primordialmente propagandísticos pero no solo, cuyo grueso lleva marcada siempre esa casi obsesión por parecer gente respetable, buena, que no se merece lo que le está pasando y que no es lo que el estado dice que es. Seguimos hablando en los términos morales, lingüísticos e incluso judiciales del estado.

Pocas veces se explica por qué, en las operaciones antiterroristas por ejemplo, el estado nos detiene y encarcela. No se suele explicar que ha habido una escalada en la conflictividad (tanto social general como en la anárquica) y que eso el aparato del estado ha de frenarlo como sea. No se explica la cantidad de ataques contra el poder y sus instituciones, en qué contexto, motivados por qué. No se explica el papel anarquista en las expresiones políticas de esas tensiones sociales. Paradójicamente, todo eso lo hace el propio estado aunque lógicamente instrumentalizándolo y distorsionándolo (a veces mintiendo claramente) en su propio beneficio. El ámbito anarquista generalmente lo suele explicar con un vago argumento de “somos la disidencia”, lo cual muchas veces no dice nada. Se suele hablar de no “asustar a la gente” y del citado “buscar alianzas” pero muchas veces esa “gente” y esas “alianzas” no responden en la práctica, con lo que se queda todo en el escasísimamente amplio mundo del antagonismo y ni siquiera, pues a veces incluso dentro del propio seno anarquista hay gente que no quiere apoyar determinados temas por cuestiones de “imagen” (como por ejemplo en los delicados asuntos de atraco).

Llama la atención por ejemplo que en la operación Piñata (uno de los numerosos dispositivos antiterroristas contra el anarquismo en el reino de españa) se haya hecho especial hincapié en que ni l@s anarquistas en general ni l@s encausad@s son terroristas (como especial hincapié se ha hecho en las otras operaciones) y sin embargo a penas se haya pasado de puntillas, salvo en algunos pocos comunicados, que la policía establecía una estructura jerárquica anarquista con sus jefes, mandos intermedios, etc. Carteles de “terrorista es el estado” se vieron muchos, pero aun no se vio uno que dijera “l@s anarquistas no tenemos jefes”. ¿por qué? ¿acaso es más grave que nos asimilen sin conseguirlo a fanáticos asesinos de masas (imaginario colectivo de terrorismo) que al propio estado con sus estructuras? Y por qué, si esa gente a la que teóricamente nos dirigimos sabe perfectamente que los anarquistas no matan gente indiscriminadamente (la última vez que se asoció un delito de sangre al anarquismo en el reino español fue hace exactamente 21 años y la vez anterior hacía otros 19 o 20 y la anterior fue en los años 60, y la anterior durante la época del maquis); sin embargo, y paradójicamente, no todo el mundo sabe que ni tenemos ni queremos jefes. Está claro, las ganas de limpiar el nombre para caerle bien a ese invento de la prensa llamado opinión pública son mayores que las de extender la lucha que ha llevado a l@s anarquistas a prisión.

Todo lo aquí expresado son dudas e inquietudes, referidas a grandes rasgos a sucesos generales. No significa que no haya compañer@s que no hayan intentado romper con estas dinámicas tan ibéricas y que no están tan extendidas en el resto de los movimientos anárquicos más allá de estas artificiales fronteras. Sea como fuere en nuestras manos está el seguir extendiendo esa solidaridad de lucha y de cuestionar aquellas cosas con las que no estemos de acuerdo, no con meras palabras o críticas hechas desde la superioridad moral sino con actos, para poder decir que no aceptamos tal cosa y que en su lugar podemos presentar tal otra.

En nuestras manos está afrontar el tema de la solidaridad y poder articular un movimiento anarquista fuerte y combativo. Siempre con la cabeza alta.


Recuperamos un articulo publicado hace varios años.

Fuente: https://quemandoarcas.noblogs.org/files/2020/04/La-ira-de-behelial.pdf

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