Reflexiones sobre antipunitivismo en tiempos de violencias

¿Cuáles son los límites actuales de la postura antipunitivista? ¿Cómo canalizamos su potencial transformador en nuestros espacios políticos?

El enfoque antipunitivista

La mediatización de algunos casos sobre violencias sexuales o delitos de odio ha reactualizado el reto de reflexionar sobre qué respuestas debemos articular frente a esas violencias desde los feminismos. El enfoque antipunitivista no es nuevo, en los años 70, la criminología crítica y las colectividades que nunca pudieron recurrir a la protección de un sistema penal que era el mismo que les reprimía, publicaron valiosas contribuciones que siguen siendo útiles hoy en día. Todos esos aprendizajes, surgidos en épocas distintas y entorno a problemáticas arraigadas a realidades concretas, emanasen del feminismo negro, del transfeminismo, del feminismo gitano, de lo queer o de la criminología crítica, convergían en alertar de que la opción represiva no solo no resolvía las opresiones que estaban en su base, sino que incluso engendraba más violencias y era incompatible con un planteamiento emancipador. Sus análisis también asumían que el antipunitivismo como alternativa práctica estaba, y de hecho sigue estando, en construcción. Por el momento, el antipunitivismo se acerca más a una aproximación analítica que a una fórmula concreta o a una guía de respuesta que nos oriente a la hora de responder a las violencias. En el presente “mientras tanto”, la gran utilidad del antipunitivismo es su función de alerta permanente sobre la necesidad de complejizar y de revisar las consecuencias individuales y sociales de las estrategias de respuesta frente a las violencias que reivindicamos y que ponemos en práctica.

La zona de confort de la teoría

El debate sobre antipunitivismo no puede caer en la fácil tentación de acomodarse en lo teórico. En ese plano fluyen fácilmente los consensos compartidos en los que anticapitalistas, gentes de izquierdas, activistas anticarcelarias, anarquistas y cualquiera que se sitúe a favor de la transformación social radical, estamos alineadas. Abrazamos las críticas al sistema penal, a la cultura del castigo, a la inocuización de los sujetos por el sistema carcelario, al populismo punitivo, a la falla de la eficacia persuasiva del Código Penal, a la disociación de los índices de criminalidad y de las políticas criminales, a la alianza del Estado y la industria de la seguridad, al continuum de dispositivos sociales y legales de control y muchos otros etcéteras que convergen con nuestras posturas ideológicas previas y nos confieren una plácida sensación de pertenencia a la comunidad crítica y de coherencia personal.

La tormenta política de la puesta en práctica

Este confort se quiebra cuando aterrizamos a la realidad de la autogestión de las violencias dentro de los espacios politizados de los movimientos sociales y debemos ser operativas al respecto. La toma de decisiones genera una gran incomodidad, tanto para la agraviada como para su grupo de apoyo. Las dudas, la incerteza, los matices, las contradicciones nos paralizan y nos desempoderan. Justo cuando es más necesario, nuestra brújula ideológica no logra indicarnos una dirección clara que seguir. La toma de postura y la acción nos confrontan con nuestros propios límites como sujetos políticos. Descubrimos con frustración nuestro desconocimiento sobre cómo operan las violencias y las pocas herramientas individuales y colectivas de las que disponemos para intervenir y acompañar lo individual y lo colectivo. El poder y el corporativismo patriarcal lo centrifugan todo hacia una lógica reactiva, de polarización y de lealtades tribales. Esta dinámica estrangula la posibilidad de debate y de matiz y acaba sometiendo a la persona agraviada y a su grupo de apoyo a la violencia del escarnio colectivo. El conflicto deviene de tal magnitud que se resquebrajan vínculos personales, alianzas políticas y se desarticulan espacios políticos. La autogestión de las violencias en los espacios políticos de los movimientos sociales genera crisis de tal magnitud, que quienes intervienen en ella, saben que arriesgan su reconocimiento como sujetos políticos y su lugar dentro de la comunidad.

El balance de la autogestión de las violencias en nuestros espacios

A grandes rasgos, se puede concluir que las mismas lógicas de poder patriarcal que originaron la violencia son las que acaban determinado el resultado del proceso. La realidad es que la mujer agraviada que optó por la autogestión política de esa violencia, renunciando al proceso judicial, a menudo no obtiene ningún resultado positivo. El hombre que causa el daño no se responsabiliza de las consecuencias de sus acciones, ni repara el daño causado a la agraviada. Tampoco lo hace la comunidad política, que se limita a capear la tormenta en lugar de trabajar sobre las causas y las dinámicas de poder que originaron la violencia para procurar que no se repitan o, al menos, que se puedan gestionar con más acierto y equidad. El grupo de apoyo de la agraviada queda extenuado y estigmatizado y esta acaba desacreditada y escarnecida, y acaba abandonando el espacio político. Estas devastadoras consecuencias individuales y colectivas han hecho que las personas que han protagonizado esos procesos colectivos no hayan querido o podido sostener la sistematización de los aprendizajes surgidos de esas experiencias tan dolorosas. Ese vacío de recursos y la falta de transmisión de esos aprendizajes colectivos ha alimentado la sensación de fracaso colectivo, como si todo el esfuerzo y el dolor soportado hubieran sido en vano y la sensación de frustración ante una especie de bucle histórico, como si ante cada nueva violencia se empezara de cero.

Reflexiones surgidas de la autogestión de las violencias en nuestros espacios

Algunas comunidades políticas sí han logrado sobrellevar el esfuerzo colectivo de sistematizar los debates y los aprendizajes surgidos de la autogestión de las violencias, como es el caso del valioso Toolkit. Este nos muestra con claridad la complejidad de estos procesos y la evidencia de que, en la práctica, quedan muchos interrogantes por resolver. Los procesos colectivos recogidos en esa guía nos señalan dos grandes evidencias: la primera es que la autogestión colectiva de las violencias al margen del Estado es una alternativa que aún está en construcción. Por ello debemos cuestionarnos si resulta ético exigir a las agraviadas que renuncien al proceso judicial cuando, a cambio, no podemos ofrecerles una alternativa sólida. Más allá de la crítica compartida hacia la vía penal –reproductora de discriminaciones y de violencias– debemos admitir que hoy en día nuestro nivel de autoorganización no puede cubrir con solvencia y estabilidad en el tiempo las necesidades de la persona agraviada, como el acceso a la protección, a las evaluaciones técnicas, a la seguridad de unas categorías penales preestablecidas y graduadas, a un método de deliberación predefinido, al establecimiento de un relato y al acceso a unas consecuencias vinculantes, entre ellas una cierta reparación.

Una segunda evidencia surgida de esos procesos colectivos versa sobre las condiciones necesarias para que la autogestión de las violencias pueda llegar a convertirse en una alternativa viable. Hasta la fecha, de forma injusta, se ha responsabilizado del fracaso de esos procesos a la intervención de los grupos de apoyo de la agraviada, deslegitimándolos a base de calificarlos de intransigentes, autoritarios e incluso vengativos. El nivel de autocrítica colectiva ha sido nulo y ha impedido visibilizar que esos procesos no han prosperado porque la comunidad política no se ha responsabilizado de crear las condiciones mínimas necesarias para que fueran viables. Resulta evidente que sin un trabajo político previo del colectivo sobre las estructuras de poder que lo atraviesan y sobre las dinámicas que acaban desembocando en las violencias, ninguna gestión constructiva de estas será posible. Para que la gestión colectiva de las violencias sea viable y no revictimizante, deben intervenir en ella personas formadas que guíen el proceso, deben haberse establecido consensos políticos previos sobre el proceso y el infractor debe quedar vinculado por las decisiones colectivas.

A quién reprochamos el punitivismo y la cultura del castigo

El punitivismo forma parte de las políticas de Estado, por ello, el anitpunitivismo, desde su origen, centró sus críticas en el entramado público–privado sobre el que pivotaba el llamado “dispositivo penal” (policía, derecho penal, sistema judicial, cárcel, frontera). Ello impone la pregunta de a quién estamos responsabilizando de la deriva punitiva, al Estado y el poder, o bien a las personas que acuden al sistema penal y utilizan “las herramientas del amo”. ¿Es justo cargarles la responsabilidad de estar legitimando el sistema punitivo cuando, de hecho, no tienen ningún poder decisorio sobre su funcionamiento? Las personas que buscan ayuda en el circuito oficial no lo hacen por venganza ni por beligerancia, sino porque no disponen de ninguna otra alternativa que les pueda proporcionar lo que les ofrece la judicialización de esa violencia. Las denunciantes no son responsables de la violencia y de la discriminación estructural que reproduce el sistema penal que, de hecho, también las perjudica a ellas. Tampoco son responsables de que el Estado siga primando castigar individuos en lugar de dictar políticas públicas que incidan en las estructuras sociales que generan y sustentan las violencias. La existencia de un proceso penal no impone su activación a quienes tengan el empoderamiento personal y los apoyos colectivos suficientes como para autogestionar las violencias que enfrentan extramuros del sistema. El Código Penal es una herramienta, un recurso que garantiza que quienes no puedan acudir a la auto tutela de sus derechos, no se queden sin opción de defenderlos.

Esa misma reflexión puede extenderse a las demandas colectivas que surgen alrededor de los casos mediáticos de violencia sexuales o delitos de odio. Esas reivindicaciones, que a veces reclaman punición, deben ser contextualizadas en un estado general de banalización y de impunidad de esas violencias políticas. Esas proclamas de condena y sanción, en realidad están vehiculando demandas de protección y de acceso a la justicia legítimas. El miedo, el dolor y la indignación deben ser comprendidos, pero no deben fundamentar la política criminal. El antipunitivismo nos sirve de criterio de auto interpelación permanente sobre la necesidad de enmarcar cualquier acto de violencia en el sistema estructural de reproducción de violencias en el que se inserta. Y, sobre todo, nos sirve para recordarnos que debemos realizar una revisión ética y política permanente de las consecuencias individuales y colectivas de la aplicación de las medidas que reclamamos al Estado para responder a esas violencias.

Antipunitivismo y autodefensa

¿Dónde acaba la autodefensa feminista y empieza la cultura del castigo? La respuesta a esta cuestión es compleja y debe analizarse caso por caso. La particularidad de cada caso no puede empañar una premisa general básica: la del reconocimiento que la autodefensa feminista es un acto de resistencia frente a una opresión y no una confrontación en el marco de un conflicto privado. Sentada la exigencia de respeto de esta premisa de base, podríamos hablar de cuatro criterios que nos pueden orientar a delimitar la una y la otra. El primero es el del contexto: cuanto menos trabajo político previo haya desarrollado la comunidad política en la que surge la violencia, más legítima será la intervención radical por parte de la agraviada y de su grupo de apoyo. El segundo es el de la correlación de fuerzas: cuanta más asimetría exista entre la posición de fuerza de la persona infractora y de su entorno frente a la agraviada y su grupo de apoyo, más legítimas serán sus acciones de respuesta directa. El tercer criterio es el de la implicación en el proceso: la intensidad de las medidas propuestas por la agraviada y su grupo de apoyo serán correlativas al grado de implicación de la persona infractora y de la comunidad política en la reparación del daño y en la transformación de las estructuras que dieron lugar a la violencia. El cuarto criterio sería el de la finalidad de las medidas que conforman el proceso de autogestión de la violencia: deberá revisarse a lo largo del tiempo si las medidas propuestas por la agraviada y por su grupo de apoyo cumplen con la función de preservar el bienestar y la intimidad de la agraviada, la de empujar la persona infractora a responsabilizarse de sus actos, la de la reparación de la situación o la de generar cambios en el espacio político que eviten futuras violencias.

Reflexiones de cierre

La autodefensa feminista es una estrategia de resistencia, supervivencia y acción política radical al margen del Estado que ha sido desarrollada en el plano teórico y práctico por varias generaciones de feministas y disidentes del género. La autodefensa feminista ha estado históricamente ligada al antipunitivismo, dado que muchas de ellas sufrieron la criminalización del sistema por actuar al margen de este. Además de enfrentar la represión del Estado, sus acciones fueron incluso cuestionadas por sus propias comunidades políticas, por la transgresión de los valores y el cuestionamiento del statu quo que provocaban. La autodefensa feminista siempre ha generado incomodidad, porque ha usurpado el monopolio de la acción política a los hombres y ha cuestionado la contradicción de los privilegios dentro de la propia comunidad política.

La crítica antipunitivista no puede caer en la paradoja insalvable de cuestionar las herramientas del sistema penal y, al mismo tiempo, desautorizar los procesos de autogestión de las violencias por punitivistas. El cuestionamiento de los procesos colectivos de autogestión de las violencias en espacios políticos debe realizarse de forma constructiva. Para ello, quienes ejercen esa crítica deberían ser transparentes acerca de la posición social desde la que la emiten, contra quién o qué procesos se ejerce y con qué finalidad, para que el público pueda contextualizar y relativizar la misma. En segundo lugar, dado que la crítica se proyecta sobre procesos colectivos que han supuesto mucho desgaste y dolor para las personas y colectivos implicados, la crítica debería reconocer la implicación y la resiliencia de todas ellas. Y, en tercer lugar, sabiendo que las críticas que emanan desde dentro del propio feminismo y corren el riesgo de ser usadas por sus detractores para invalidar y debilitar los procesos colectivos impulsados en su seno, estas deberían de venir acompañadas de propuestas que ayudasen a mejorar y fortalecer las estrategias puestas en marcha hasta la fecha.

¿Quizás la forma más coherente de canalizar el potencial transformador del antipunitivismo sea la de interpelar los espacios políticos para que asuman, de una vez por todas, el trabajo de revisión de las dinámicas de poder cisheteropatriarcales que los atraviesan y que están en el origen de esas violencias recurrentes?


Autora:

Fuentes: https://www.pikaramagazine.com/2021/12/reflexiones-sobre-antipunitivismo-en-tiempos-de-violencias/

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