Ante todo, separemos el grano de la paja. La movilidad, al contrario que la hipermovilidad frenética, es un valor fundamental que hay  que defender en la medida en que rompe radicalmente con el encierro y el reflejo continuado. La experimentación, la creatividad, la libertad de ser y hacer suponen un mínimo de sentido de aventura, y la movilidad intelectual, social, geográfica, cultural, aporta los ingredientes necesarios.

En todo caso no seamos ingenuxs. Lejos de estar siempre fuera de la norma, propensa al camino menos transitado, como sugieren los héroes del exotismo cultural de las revistas, la movilidad obedece cada vez más al conformismo del consumo del mundo. En el plano de su puesta en práctica entre las convenciones de la época, la movilidad se articula en nuestras sociedades sobre tres ejes principales: la migración, que supone un cambio en las condiciones de vida; el desplazamiento profesional, ligado al trabajo; y el turismo, ligado al ocio.

«Todos necesitamos vacaciones» me decía esta mañana, entre suspiros mi peluquero. «El exceso de trabajo no es bueno para el trabajo», agregó, para dejarme claro que realmente necesita irse a algún lado. Sí, y las vacaciones precisan alejarse para desmarcarse de una vida cotidiana agobiante por el peso de la repetición. Hace falta una «pausa». La pausa es un trauma placentero necesario para el descanso programado. Ofrece la oportunidad de abandonar temporalmente (con la conciencia tranquila) al perro, a la suegra, a los fieles compañeros de un ámbito cotidiano que hay que olvidar a cualquier precio. Viajar en vacaciones es el acontecimiento del verano. Lxs afortunadxs pueden disfrutarlo: se regocijan en los atascos, adoran las áreas de descanso de las autovías, se pavonean en estaciones a rebosar, en vagones ruidosos y aeropuertos transitados por miles de sandalias calzadas por los nuevos peregrinos de las vacaciones pagadas.

En cuanto a lxs desafortunadxs, ¡contempladlxs! ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? ¡Turistas, observad a lxs autóctonxs! Pero no olvidéis el discurso oficial que os recuerda que vuestro status es un privilegio. Lxs autóctonxs, en efecto, sufren por quedarse relegadxs en sis barrios o en sus pueblos. Tienen que conformarse con sus parques, kioskos, heladerías, centros comerciales y áreas de esparcimiento. Quizás formen parte de las cifras negativas en las estadísticas del verano, a menos que quieran exprimir sus carteras. Por definición, el/la autóctonx se satisface con las cosas ordinarias, para bien o para mal. Para mal en el sentido de que el derecho a irse de viaje ha reemplazado el derecho a las vacaciones. Lxs llorones se alían con lxs promotores del turismo social y con lxs expertxs en mantener el orden, para denunciar los peligros de una vacaciones sedentarias y frustantes. ¡Hay que alejarse de tanta ordinariez, como hacen lxs ricxs del mainstream! ¿Por qué ellxs sí y yo no? ¿Injusticia social o conformismo? Ambas cosas.

La pequeña felicidad fugaz de las vacaciones turísticas es una respuesta a la gravedad, lenta y tenaz, de la vida cotidiana. Hay que llevar esta constatación a su horizonte político. ¿Por qué viajar en vacaciones con tanto frenesí? Como si la ausencia de viaje hiciese que la vida no fuese digna de ser vivida con alegría. Esa es la pregunta, profunda y abismal. Una pregunta molesta.

Partir en vacaciones, un derecho conseguido con grandes esfuerzos, una libertad conquistada, es en la actualidad objeto de ataques continuos y a quemarropa. Alegremente y con irreverencia. ¿Por qué? Porque ya no es sinónimo de emancipación, así de sencillo. No es antisistema. Es más, representa uno de los pilares fundamentales del sistema, junto a la televisión, los antidepresivos, el fútbol, las fiestas y los somníferos. Se suma a la colección de anestésicos y válvulas de escape institucionales que la sociedad de consumo administra a sus ciudadanos. Una retribución compensatoria, a la manera de un permiso concedido a un soldado para que siga soportando la vida en cuartel. Necesidad más que libertad.

Nuestros sueños de evasión han sido industrializados tras la industralización de la vida cotidiana. La mayor parte del tiempo no nos damos ni cuenta, enroladxs como estamos en un mundo de supermercados gobernado por el gesto automático. Pero el confort material no elimina la tristeza, el aburrimiento, la míseria de un presente sin porvenir.

Industria del falso viaje, el turismo progresa gracias al malestar. Siempre se regresa, debemos volver incansablemente. Nuestra prisa por partir de vacaciones es el indicador de nuestra insatisfacción. Vuelve manifiesta nuestra resignación a vivir en el aburrimiento, la insipidez, la precariedad, en lo invivible.

Turismo o revolución: hay que elegir.

* El texto es un capítulo del libro «Mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística» de Rodolphe Christin, editado por Ediciones El Salmón

Mundo en venta

Crítica de la sinrazón turística

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *