Los nuevos trajes del desarrollismo capitalista

El mundo capitalista se debate en una crisis ecológica sin precedentes que amenaza su continuidad como sistema fundamentado en la búsqueda del beneficio privado. De la contaminación del aire, las aguas y los suelos a la acumulación de residuos y basuras; del agotamiento de los recursos naturales a la extinción de las especies; de la marea urbanizadora al cambio climático; parece que una espada de Damocles penda sobre la sociedad de mercado. Dirigentes de todas las esferas de actividad muestran su preocupación ante una degradación ambiental imparable, llegando a plantearse una reorganización de la producción y el consumo de acuerdo con imperativos ecológicos inevitables. Son muchos los convencidos de que el sistema de explotación capitalista no se puede mantener de otra manera. La contradicción entre el crecimiento (la acumulación de capital) y sus efectos destructivos (el desastre ecológico), habrá de superarse con un compromiso entre industria y naturaleza, o mejor entre su respectiva representación espectacular: de una parte, los altos ejecutivos y de la otra, los ecologistas patentados. Entramos en un nuevo periodo del capitalismo, la etapa “verde”, donde nuevos artilugios y sistemas tecnológicos –las centrales de energía “renovable”, los coches eléctricos, los OGMs, los big data, las redes 5G, etc.- van a tratar de armonizar el desarrollo económico con el territorio y los recursos que alberga, facilitando así un crecimiento “sostenible” y volviendo compatibles el modo de vida actual, motorizado y consumista, con el entorno natural, o mejor, con lo que quede de él. La “transición energética” no es sino un aspecto de la “transición económica” hacia el ecocapitalismo, que partiendo de la incorporación salvaje (neoliberal) de la naturaleza al mercado, llega ahora a una fase donde la mercantilización será regulada por mecanismos corporativos y estatales. Se trata de una operación industrial, financiera y política de gran envergadura que va a cambiarlo todo para que nada cambie, para que todo continúe igual.

 

Las nuevas tecnologías introducidas después de 1945, en la posguerra, (fabricación de cementos, fertilizantes, aditivos y detergentes, motores de mayor potencia, aditivos, centrales térmicas, “átomos para la paz”, etc.) fueron los factores que dispararon el expolio de recursos, la emisión de contaminantes y la metropolitanización, aumentando exponencialmente el poder de las corporaciones transnacionales. El crecimiento económico se convirtió en un elemento destructivo de primer orden, pero también, en la causa mayor de estabilización social, de una eficacia muchísimo mayor que los sindicatos o los partidos obreros. En consecuencia, el desarrollismo pasó a conformar las políticas de toda clase de gobiernos. El empleo era por parte del trabajador el único medio de acceder al estatus de consumidor, automovilista y habitante de la periferia, por lo que la creación de puestos de trabajo pasó a ser entonces el objetivo primordial de la “clase política”, tanto de derechas como de izquierdas. Los intereses inmediatos de la masa asalariada integrada en el mercado quedaban alineados con los de los empresarios y los partidos, hasta el punto de oponerse firmemente a cualquier correctivo ecológico que pusiera en peligro el crecimiento y, en consecuencia, los empleos. En último extremo, “morir de cáncer es preferible a morir de inanición”, tal como dijeron algunos. Lamentablemente, los trabajadores han sido grandes partidarios de la continuidad de las empresas, de la urbanización y del parlamentarismo, sin importarles el impacto negativo que todo ello pudiera causar en su entorno, en su libertad o en sus vidas. Por eso la conciencia ecológica ha cristalizado casi exclusivamente en sectores laboralmente inactivos o casi, como los académicos, neo-rurales, precarios, estudiantes o pensionistas. La lucha contra la nocividad tiene ante sí una barrera social difícil de superar mientras la defensa del puesto de trabajo sea prioritaria para la mayoría de la población; si la contradicción no se supera, la defensa del capital irá por delante de la defensa del territorio y de la autonomía de las luchas.

 

Ante una situación política y socialmente bloqueada, la clase dominante internacional toma la iniciativa tratando de dirigir en su propio beneficio y sin verdadera oposición la larga marcha de la sociedad tecnoindustrial hacia la “sostenibilidad” rentable, ora eliminando antiguos empleos, ora creando de nuevos. La devastación prosigue y aumenta, pero ciertamente se trata de salvar el capitalismo, no el planeta. La ecología extractiva produce ganancias incluso a corto plazo, sin embargo, los mercados no tienen la fuerza suficiente para iniciar un proceso de reconversión “verde”, ni tampoco las innovaciones tecnológicas por si solas, en vista de lo cual los primeros pasos dependen en gran parte del Estado. Es el Estado quien tiene que canalizar las protestas, alentar la formación de una elite ecologista pragmática y allanar el camino al nuevo capitalismo verde llegando si es preciso a promulgar un “estado de alarma climática”. En consecuencia, la crisis ecológica –que hoy se presenta como cuestión del clima- se vuelve trivialmente política. Todos los partidos van a pronunciarse por una economía sustentable. Entretanto, el movimiento ecologista se ve infiltrado por agentes de las multinacionales y comprado con fondos de variada procedencia, resultando transformado en una red política de influencias al servicio de un capitalismo de nuevo cuño. Igual que pasó con las ONGs. Llegado ese momento, la purga de extremismos es necesaria para la transformación del partido verde de la descomposición en instrumento del orden dominante. El mensaje de la moderación obediente a las consignas poco beligerantes no llegaría a las masas manipulables si los “fundamentalistas” anti-sistema no fuesen aislados, o como dicen las jerarquías informales del ecologismo-espectáculo, “puenteados”.

 

El movimiento contra la alteración del clima ha dado lugar a una “marca” registrada, Extinction/Rebellion, que cubre el flanco ambientalista del ciudadanismo de izquierdas, proporcionando argumentos a favor de la mediación estatal de la crisis. Quienes apelan al Estado ciertamente no pueden ser tachados de “radicales”, puesto que si bien están contra la “extinción”, no lo están contra el brazo político del capital. Ni contra ningún responsable concreto; uno de sus principios reza así: “evitamos acusar y señalar a las personas, pues vivimos en un sistema tóxico”. Ningún individuo concreto (ningún dirigente) puede ser considerado culpable de nada. Para una mentalidad trepadora, no todos los dirigentes, ni todos los capitalistas, son iguales, y las reformas ecológicas pueden hasta resultar beneficiosas para la mayoría. Son potenciales aliados y benefactores. Así pues, los objetivos declarados del ecociudadanismo no van por ahí. Se limitan a presionar a los gobiernos para obligarles a “decir la verdad a la ciudadanía”, a tomar medidas “descarbonizadoras” previstas en la “transición energética” y a decretar la creación de “asambleas ciudadanas supervisoras”, verdaderos trampolines políticos para los arribistas. Su arma: la movilización no-violenta del 3’5 % de los “ciudadanos.” Nada de revoluciones, porque implican violencia y no respetan la “democracia”, o sea, el sistema de partidos y escalafones. No quieren acabar con el régimen capitalista, quieren transformarlo, volviéndolo “circular” y “neutro en carbono”. No pasaremos por alto que la mayoría de residuos son irreciclables y que la producción de energías “limpias” implica el consumo de ingentes cantidades de combustibles fósiles. Los profesionales de la ecología ciudadanista tampoco quieren acabar con el Estado, el gran árbol bajo cuya sombra prosperan sus carreras personales y funcionan sus estrategias de colocación.

 

La crisis ecológica resulta reducida por este ecologismo cautivo y sucursalista a un problema político resoluble por las alturas merced a un New Deal Verde estilo Roosevelt: un nuevo pacto por la economía global entre el empresariado mundial, la burocracia político-sindical y sus asesores ecologistas. Un gran acuerdo descansando sobre una reconversión tecnológica –una “cuarta revolución industrial”- que al imponer medidas para la reducción de emisiones contaminantes y el almacenamiento del dióxido de carbono atmosférico, así como al fomentar el uso las energías “renovables”, atraerá inversiones y creará “millones de empleos”. Los ecosistemas se restaurarían armonizando desde dentro los intereses en conflicto. Algo extremadamente dudoso, como todo lo que proviene del sistema. Las estrategias ciudadanistas “duales” son “simbióticas”, no rupturistas. La dualidad consiste precisamente en colaborar (actuar en simbiosis) con las instituciones por un lado, y movilizar a las masas sensibles a la catástrofe por el otro. Sin embargo, las movilizaciones no son más que una exhibición espectacular de apoyo puramente simbólica. No aspiran a mucho, ya que no cuestionan el statu quo, no pronunciando ni media palabra sobre la simbiosis de los gobiernos a los que presionan con los mercados, el crecimiento o la mundialización.

 

Es cosa comprobada que desde la cumbre de Johannesbourg en 2002 si no antes, el mundo capitalista es consciente de que su funcionamiento descontrolado produce tal nivel de destrucción que corre el peligro de colapsarse. Es más que evidente que a pesar de las resistencias a la regulación por parte de países cuya estabilidad e influencia dependen de un extractivismo duro o de un desarrollo sin trabas, el capitalismo en su conjunto ha entrado en una fase desarrollista verdeante y trata de establecer controles (Agenda 21, creación del Fondo Verde para el Clima, quinto informe del IPCC, Acuerdo de París, las 24 diversas COP). Así es comprensible la cooptación de dirigentes “verdes” por las instancias de poder, y así se explica la epidemia de realismo y oportunismo que se ha apoderado de los medios ecologistas “en acción” hasta el punto de provocar una avalancha de demandas de empleo en el terreno político-administrativo. Los militantes no se quieren cerrar puertas y menos cuando hay una buena remuneración de por medio, por lo que se guardan en el bolsillo todos los ideales. En verdad no son solo los capitalistas quienes saldrían ganando con un estado de alarma. El nuevo ecologismo subvencionado sigue la estela del desarrollismo “verde” basado en energías industriales “renovables”, y sostiene a los dirigentes alarmistas del capitalismo contra los negacionistas. Todos sus esfuerzos se dedican a ajustar el modo de vida industrial y consumista con la preservación del entorno natural, a pesar de que los resultados no han sido halagüeños hasta hoy: las emisiones de gases con efecto invernadero, lejos de reducirse como establecían los acuerdos internacionales, han alcanzado cifras record. Con el optimismo de un novicio recién iluminado, quieren hacer que el crecimiento económico, necesario para la supervivencia del capitalismo, y que el territorio, necesario para la conservación de la biodiversidad, al menos en apariencia, se lleven de maravilla, por más que la temperatura global siga aumentando y el clima, degradándose. ¡Ventajas incomparables del método simbiótico y de la narrativa reformista!

 

Los responsables del calentamiento global y la polución, y los responsables de la precariedad y la exclusión son los mismos, pero quienes les combaten no lo suelen ser. Son dos campos de batalla, el del desequilibrio y el de la desigualdad, que no terminan de confluir y no porque aparezca hasta debajo de las piedras una cohorte de burócratas vocacionales que intenta labrarse un porvenir ejerciendo de intermediaria. Los aspirantes a dirigentes tienen los días contados porque la gente corriente pierde la mansedumbre cuando sus medios de subsistencia quedan afectados y ya no se deja domesticar con la facilidad de los días de abundancia en climas menos agresivos. El punto débil del capital-mundo no radica en el clima, ni siquiera en la salud, sino en los suministros. El día en que el sistema tecnoindustrial no pueda satisfacer las necesidades de una parte importante de la población, o dicho de otro modo, cuando por culpa del clima o de cualquier otro factor falle el abastecimiento, sobrevendrá la época de las insurrecciones. Un sistema fallido que dificulte la movilidad de sus súbditos y les ponga en peligro inmediato de inanición, es un sistema cadáver. Es probable que en el fragor de la contestación se recompongan estructuras comunitarias, fundamentales para asegurar la autonomía de las revueltas. Si la sociedad civil consigue organizarse al margen de las instituciones y las burocracias, entonces convergirán las luchas ecologistas con las salariales, en tanto que reflejo en la praxis de una conciencia social unificada. Y revelará todo su sentido esa consigna oída entre la rebelión francesa de los “chalecos amarillos”: “fin de mes, fin del mundo.”

 

Miguel Amorós

 

Charlas del 12 de mayo del 2019 en la feria de intercambio de libros en L’Orxa (Alicante) y del 18 de mayo en la Biblioteca Social El Rebrot Bord, Albaida (Valencia).

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