No verlas no debiera ser posible: la historia rural y lo femenino

“Irónicamente el poder político y explicativo de la categoría “social” del género depende de la forma de historiar de las categorías de sexo, carne, cuerpo, biología, raza y naturaleza” (Haraway, 1995). Creo complicado poder proponer una invitación a la Historia para asomarse a los Estudios de Género más atractiva que con esta reflexión de Donna Haraway.

Este convite cabe a la práctica totalidad de la disciplina, pero, sobre todo, a aquellas áreas de especialización en las que no se ha percibido esa línea de trabajo como afín, tal podría ser el caso de la historia rural. En ella se ha transitado con mayor asiduidad, si bien muy lejos que lo que sería menester, como atinadamente ha llamado la atención Teresa María Ortega (2015), hacia la historia de las mujeres, esto es, se ha atendido al estudio de féminas. Nuestro propósito no es ofrecer un panorama del estado actual de los estudios centrados en las mujeres dentro de la historia rural, ni una recopilación de las tendencias que han guiado la incorporación de aquellas en el registro de la investigación agraria. De sobra conocidas y prestigiosas son las valiosas aportaciones que, ya a partir de los años setenta, pero fundamentalmente de los noventa, han traído a un primer plano la presencia de las mujeres en el entramado social rural, bien cuando rompían sus “techos de cristal” o su rol de “domesticidad” y, de manera muy determinante, en su faceta de elementos constitutivos de un sistema que pareció reservarles un espacio específico condicionado por su dimorfismo sexual. Bajo el prisma de lo económico, las mujeres pasaron a formar parte de la historia agraria como soporte del núcleo familiar y también en su condición de eslabones diferenciados, ya fuese como jornaleras, propietarias, emigrantes estacionales, ya como integrantes de otras tipologías de colectivos ocupacionales (Sarasúa, 1995, 2000, 2014; Sarasúa y Gálvez, 2003).

A estos esfuerzos realizados en el marco de la historia de las mujeres rurales, sería pertinente aunar una perspectiva de género. Con ella las “cosas de mujeres” (Méndez, 1988) dejarían de ser entendidas como simples retales y zurcidos, sea en el plano de la economía, de la política o de lo social y podrían ser elevadas a propuesta asumible por el colectivo (Camarero y Oliva, 2005). Así, parece ineludible, a día de hoy, ahondar en aplicar esa nueva forma de análisis en la interpretación histórica para entender que lo femenino no está limitado solo a lo susceptible de ser etiquetado o clasificado en categorías próximas a la excepcionalidad vinculadas de manera evidente o subyacente con los márgenes inferiores; es decir, con connotaciones de eterno apéndice (Cabana y Freire, 2015; Freire, 2017).

Cabría precisar la noción de “perspectiva de género” y lo haremos empezando por el segundo de los términos. Fue Joan Scott (1990) quien alertó sobre la sustitución que se habría estado produciendo en el ámbito académico de «de mujeres» por «género», como conceptos equiparables, cuando no lo son en absoluto. Esto, a su juicio, no ha hecho otra cosa sino provocar que se ignore el esfuerzo metodológico por distinguir «construcción social» de «biología». El género es el resultado de una producción de normas culturales sobre el comportamiento de las mujeres, pero también de los hombres, mediada por una compleja interacción de un amplio espectro de organizaciones económicas, realidades sociales, actuaciones políticas, creencias religiosas, etc. Así pues, el objetivo debería de ser apostar por una historia rural vinculada al género a través de un «análisis histórico de las relaciones culturalmente diversas de poder y de dominación constitutivas de las identidades y sistemas de género» (Stolcke, 1996: 341). Al amparo de las teorías y las metodologías de los estudios de género podríamos observar las desigualdades entre hombres y mujeres del campo, sin dejar de atender aquellas que existen entre las propias mujeres, y hacerlo no desde la victimización, sino desde la comprensión de que lo femenino es una construcción social compleja.

Si seguimos estas premisas, una historia rural en femenino sería aquella que se detenga en la observación pormenorizada de los elementos constitutivos del género que han trazado sus estudiosas y que con un más que asentado bagaje teórico, emplean tipologías específicas y metodologías propias, validadas tanto por las investigaciones endógenas como por aquellas que se han acercado al género desde otras disciplinas (Antropología, Sociología, etc.). Dotadas de entidad, ya sea individual o colectiva, las mujeres vistas a través de la perspectiva de género son susceptibles de ser estudiadas con claves analíticas tan dúctiles para nuestra disciplina como pueden ser las de: capacidad de agencia, empoderamiento, resiliencia o, de forma más restringida a los sujetos femeninos, la sororidad.

Los tratados sobre género han rescatado la noción en la que el cuerpo se contempla como un ente con posibilidad de transformación, en constante elaboración. Dicha corporeidad es la que da cabida a la idea de capacidad de agencia. Esta ha sido asumida actualmente por la teoría social y fue empleada por los estudios de género para romper la visión tradicional de las mujeres como entes sumisos sin margen de negociación o resistencia en la interacción social. Capacidad de agencia con la que, sin dejar de ser mujeres, pasan a ser entendidas como personajes sociales de primer orden, es decir, con entidad propia en el diálogo social, potencialmente activas en los márgenes permitidos por los roles de género y con capacidad de negociación y transgresión de estos.

La capacidad de agencia convierte a las mujeres en sujetos sociales, si bien no en condiciones de igualdad con los varones. Está inexorablemente vinculada a la capacidad de intervención en el cuerpo social, ahora bien, el salto cualitativo y diferencial con alcanzar, o cuando menos luchar por conseguir ejercer poder, ha originado el uso del término empoderamiento (Cabana y Freire, 2015). Rodrigo Contreras lo identifica como un “proceso en el que las personas marginales social, política, cultural y/o económicamente de la estructura de oportunidades sistémica, van adquiriendo colectivamente control sobre sus vidas, sobre los procesos y dinámicas determinantes de la exclusión en la que se encuentran. Este proceso de control les otorga un poder que les permite alterar a su favor los procesos y estructuras de los diversos ámbitos contextuales que les mantenían en una condición de subordinación-marginación.” (Rodrigo, 2000:56).

Una vez traídas a colación las relaciones de poder y su ejercicio, los estudios de género han tenido especial preocupación por introducir en sus planteamientos teóricos el término resiliencia, sin duda una de las expresiones más en boga en las Ciencias Sociales en la actualidad.  Cabe, incuestionablemente, una visión crítica sobre el uso de este vocablo en términos de análisis del presente, en tanto que puede envanecer la capacidad de resistencia de la subalternidad, pero su utilidad para el análisis de corte histórico resulta reparadora. Abre todo un margen de acción femenina que de otra manera pasaría inadvertida por no poder ser definida en términos de resistencia.

Atendiendo a esta capacidad de resiliencia que permite aflorar la diversidad de representaciones que pueden asumir los sujetos femeninos y, con ellas, determinadas estrategias de adaptación a las variaciones del contexto, debemos también hacer mención al uso de la sororidad para las cuestiones de género. La sororidad puede ser definida, como lo hace Marcela Lagarde (2009 y 2012), como una variación sobre la solidaridad que está en la base de las relaciones interpersonales, con el matiz de que presta especial atención a la posibilidad de elevar a categoría lo que hasta ahora había sido considerado como una anécdota, es decir, los vínculos entre mujeres, identificar a un otro “yo”. Las estrategias relacionales específicamente femeninas han sido usualmente percibidas como insignificantes. Converger en la sororidad es el reverso de la estigmatización heteropatriarcal de manera que las aptitudes y las actitudes con las que las mujeres han sobrellevado la vida en su cotidianeidad pueden llegar a convertirse en herramientas para la acción colectiva.

En esa convergencia entre lo social y lo simbólico que conforma lo político cabe ahora matizar el primero de los términos empleados cuando referimos la “perspectiva de género”. En “perspectiva” se aúna un posicionamiento ideológico y una acción política. Decidir incorporar la perspectiva de género como herramienta analítica, en la historia agraria, igual que en cualquier otra disciplina supone no solo tomar partido por una determinada convicción, sino que además lleva implícita la corresponsabilidad en la tarea de construir y deconstruir las identidades de género. Esto, lejos de convertirse en una etiqueta que constriña las investigaciones resultantes, no debiera de ser más que la reafirmación del papel social que tiene la historia rural.

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